Anduve como pude hasta la primera luz, aquella casita junto a la playa. Y todavía recuerdo los ojos asombrados de la mujer que me abrió la puerta, atónitos y escandalizados porque me presenté absolutamente desnudo, ya ves, con lo vergonzoso que soy y en cueros, desnudado a manotazos por esa mujer enloquecida, embravecida, que a veces es la mar.
Antes, tuvimos que sacar las bengalas de auxilio y, de pronto, no volvimos a verlo. Porque la mar no entiende de familias, ni de padres ni de hijos y aquel señor mayor se nos perdió por la proa. Entonces comprendí que lo mejor era lanzarse al agua antes de que la mar nos machacara. Y él , nada, dale que dale en que o se salvaba con el barco o nada, de manera que me dejé llevar por la cresta de una ola como quién se lanza al infierno, dispuesto a mantenerme a flote hasta que Dios quisiera.
Nadie sabe lo que es quedarse solo, a cuerpo limpio, en la mar. Pero me sentía más seguro que en la piedra, donde encallamos, porque no había corriente, de forma que todo era cuestión de dejarse llevar, subir y bajar, hasta cuando resistieran las fuerzas.
Yo percibía en el fondo de la oscuridad lejanos puntitos luminosos, como luciérnagas quietas, y nadaba hacia ellos, como remotos puntos de referencia, con el rumbo perdido, aunque solo fuera por nadar hacia algún sitio. Bueno, digo nadar por decir algo porque la mar me empujaba a borbollones y yo daba vueltas de lado y de campana, pero siempre a flote, esa fue la suerte, braceando como podía, una, dos, quizá cuatro horas, imposible saberlo, volteado como un fantoche pero con la vida clavada en las lucecitas obsesivas que cada vez veía más cerca y que curiosamente, parecían enturbiarse a medida que se inflaban como globos.
Ya me faltaban las fuerzas, los brazos acorchados y aquella tremenda pesadez en los hombros. Además , sentía punzadas en los costados y la garganta se me cerraba como si tuviese un garbanzo a travesado.
Ahora pienso que la muerte es nada, algo increíblemente sencillo o, todavía mejor, hasta agradable, porque me llegaba en forma de luz intensa y placentera, especie de amanecer indescriptible que crecía dentro de mí mismo. Al menos esa es la antesala que conozco; pero el choque de la mano con la arena me volvió a la realidad. Puedo decir que no fue ningún placer saberme de bruces en la orilla, parece mentira, y hasta me sentí incómodo ante el esfuerzo que suponía aferrarse otra vez a la tierra, quizá porque cuando se está más para allá que para acá cualquier mínimo esfuerzo parece como una tormenta mal recibida.
Lo demás, arena, sabor a muergo podrido entre los labios, sequedad, nauseas. Lo demás, arena sobre la arena, la espuma de cada ola empujándote los pelos y una mirada turbia, entre el cielo y la mar.