Y llegó, y se irá, el Rocio, ese calambrazo o convulsión de cada año, indudablemente alegre, colorista y sobrecogedor.
Profunda y popularmente religioso aunque sus detractores se lo nieguen. Porque para quienes verdaderamente lo sienten, es una manera particular de vivir la religión, desde lo más hondo y devocionalmente mariano que Andalucía lleva dentro.
Pero detractores los tiene, los tuvo y los tendrá siempre, más o menos gratuitos que, de entrada, le niegan el pan y la sal bajo el argumento de la superficialidad ataviada de folklorismo, de excesivo oropel y dispendio, hasta el punto de que la romería, vista desde fuera, más bien les parece carrusel de vanidades y demostración banal vacía de contenido riguroso.
Todo lo más que le conceden es su mérito – ya es algo – como terapia de grupo, convocatoria válida para que el personal tire por la borda de la barcaza de los Cristóbal problemas, preocupaciones y pesares por presentarse en la aldea almonteña con el cerebro en blanco, el ánimo optimizado por la manzanilla y el corazón tonificado por el aire puro de los pinares.
Puede que así sea globalmente considerado, pero profundizando, personalizando, hay más, mucho más…
Existe lo que podríamos llamar el Rocío profundo, el Rocío secreto nunca exteriorizado que acude sin alharacas, sencillamente a rezar y a pedir, y con el lenguaje libre y espontáneo del día a día, porque allí, a la Virgen, no se le reza, se le habla.
Aparte de esto, cristianos hay cuyo solo vínculo religioso es la devoción a la Blanca Paloma. Hombres de campo, gentes de manos duras achicharradas por el sol, amas de casa inmemoriales perdidas entre los quehaceres del hogar, ciudadanos , en suma, indiferentes, apartados de lo que llamamos práctica religiosa, y que están allí, celosa y puntualmente allí, a la hora justa porque contaron con los dedos las fechas que faltaban para Pentecostés o las señalaron en el almanaque de la cocina.
Sí, allí están luego de escuchar la misa de romeros, única quizá que oyen a lo ancho de doce meses.
Pero al menos oyen esta y, de alguna manera, se ponen en bien con Dios, como decimos aquí y seguro, seguro, que Dios sabe comprenderlos.
Porque, es verdad, que con el Rocio, siempre se puede herir la sensibilidad de algún ortodoxo de la fe. Le ha ocurrido a mucha gente y seguirá ocurriendo porque no es fácil casar la severa liturgia católicacon el bullicioso y despreocupado acontecer rociero, donde el exclusivo oficiante y protagonista es el pueblo, el pueblo vivo que muestra espontáneamente sus maneras. Y el pueblo andaluz habla y obra en parábolas espléndidas, en hermosas metáforas cantadas por las cuerdas de guitarras mágicas, y coplas destellantes que, recopiladas, vendrían a componer la más plástica y fastuosa letanía jamás escrita por nadie.
Esto desde fuera, pudiera no entenderse, pudiera no explicarse pero, de todas formas, no es cuestión de explicarlo o entenderlo sino de respetarlo. Qué menos.
Porque en su más recóndito meollo laten devociones heredadas, transmitidas de generación en generación, en fervores de toda la vida, en emociones hondas y sentimientos profundos clavados en los adentros. Algo que no nace y crece así porque sí y que , cuando menos, se merece una reflexión